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Nuestra casa en el árbol, de Léa Vélez

Nuestra casa en el árbol, de Léa Vélez

Mi admiración por Lea Vélez nació cuando leí El jardín de la memoria (Galaxia Gutemberg, 2014), un libro que me cautivó, conmovedor y comprometido, con el que descubrí a una escritora valiente, sagaz, auténtica, capaz de mostrarse desde lo más profundo, huyendo de la compasión, de la complacencia y de los halagos, con la intensidad, la clarividencia y la sencillez propia de los grandes maestros y de las grandes personas.

El jardín de la Memoria, es uno de esos libros que se guardan en un rinconcito del corazón, reservado a unos pocos títulos, para volver a él cada cierto tiempo y repensarlo. Un libro generoso, íntimo, sensible, y a la vez cargado de ironía y de frescura. Una joya literaria que yo pensaba que era muy difícil de superar, hasta que leí Nuestra casa en el árbol y le tuve que hacer otro hueco en el corazón.

He de confesar que abrí la novela con una idea preconcebida: que Lea Vélez había escrito ya algo tan hermoso, que no sólo sería muy difícil de superar, sino de igualar. Pero sólo tuve que leer un par de páginas para comprobar que me había equivocado,  Nuestra casa en el árbol podría estar a la altura del libro con que Lea Vélez me cautivó, e incluso superarlo, conclusión a la que llegué según avanzaba en la lectura y la autora me atrapaba en una antigua escuela de carpintería, junto a la desembocadura de un río inglés, donde la protagonista se empeña en construir una casa de madera sobre un roble.

Una novela en la que se entrelazan la ficción y la realidad; el futuro, el presente y el pasado; la tristeza y la alegría; el dolor, el desgarro y la superación. Un texto urdido con la destreza de un orfebre, de un ebanista, de un tallador, o de cualquier otro artesano experto en conseguir la delicadeza, el brillo y la perfección de una obra pulida hasta el último detalle.

No sé cuánto hay de realidad y cuánto de invención en esta novela sobre una joven viuda y sus tres hijos. No sé si existe ese río por donde discurren su vida y sus recuerdos, ese río que el narrador describe como un “animal pacífico” que “te lleva sobre el lomo”, que “huele a hierba y a sal”, “dócil”, “discreto”, de “inmensa memoria y de grandes silencios”.

No sé si existe la casa junto a la desembocadura, ese refugio contra el dolor del que parten los protagonistas, contra la ausencia, y contra las rigideces de un sistema educativo que no entiende de singularidades.

No sé si existe el velero en el que los hermanos Richard, Michael y María regresan a su infancia, al empeño de su madre por seguir a flote después del naufragio, una madre que “huele a madera”, capaz de construir para sus hijos una casita con sus propias manos, sin ayuda de nadie, sin usar un solo clavo para no dañar el árbol donde va a posarla, sin prisas, segura de lo que hace y del objetivo que la guía, porque, tal y como  escribe en su diario “Siento que he llegado a la edad irracional. La edad de la fe en mí misma. Estoy en un lugar sin dudas ni miedo. Un río donde mandan la práctica y la poética. Calla el lenguaje, hablan los ritmos. Miro hacia arriba y veo dos enormes maderos cruzados sobre un roble centenario. Son el comienzo de una casa en un árbol

 

Por Inma Chacón, (Zafra) escritora, autora entre otros, de

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