Rosa Ribas nos recomienda

               Tragar mercurio, Wioleta Grzegorzewska, traducción de Karolina Todorova        Rata_ Editorial

Hay libros que tienen que imponerse a su propia descripción.

Esto fue lo que me sucedió con Tragar mercurio (Mercuri a la boca, en la traducción al catalán) de Wioletta Greg, nombre con que la poeta Wioletta Grzegorzewska firma sus obras fuera de Polonia. La persona que me lo recomendó me lo presentó diciendo que se trataba de una obra autobiográfica, una primera novela que “narra la infancia de la autora en la Polonia rural de los años ochenta”. Sinceramente, el contenido de la obra estaba bastante alejado de los temas que me interesaban en ese momento.

Pero quien me lo recomendó no sólo es una persona en cuyo gusto literario confío plenamente, sino que también me regaló el libro porque me dijo que le interesaba mucho conocer mi opinión, de modo que, a pesar del carácter más bien disuasorio del “una infancia en la Polonia de los años ochenta”, decidí darle una oportunidad a la obra.

Hay que decir que la edición misma, el libro de color verde, sin imagen en la portada, sólo texto, un fragmento de la obra, la foto de Wioletta en la contraportada, la brevísima nota biográfica en la solapa, las fotos en las páginas finales, también con un filtro verde, consiguieron despertar cierta curiosidad por la “historia de una infancia” en un pequeño pueblo de Silesia.

Lo abrí todavía con un “vamos a ver” escéptico, pero ya algo más dispuesta a conocer ese mundo tan ajeno tras las palabras que la autora dirige al lector a modo de prólogo.

Leí el primer capítulo y ya no pude salir de Hektary, el pueblo natal de Wioletta Greg. Quedé fascinada por las imágenes que ofrecía la autora, porque escribir sobre “una infancia en la Polonia rural de los años ochenta” significa hablar de carestía, de un clima crudo, con inviernos crueles, de una sociedad dura, de una situación política opresiva en un país comunista, controlado por la Unión Soviética y preso a la vez de una religión atávica que adopta formas terroríficas, también significa hablar de abusos sexuales, pero nos lo cuenta una voz que recupera la mirada infantil, la capacidad de asombro, de descubrimiento, no exenta de nostalgia y una gran ternura hacia personajes que, con todas sus sombras, nunca pierden la dignidad. Y lo hace además con mucho humor. Ese humor melancólico tan característico de la literatura centroeuropea, que deriva, dicen, del fatalismo eslavo pero que, como destaca Milo J. Krmpotić en su epílogo, en Polonia toma la forma de un fatalismo más bien estoico.

A medida que avanzaba en el libro, empecé a leer más despacio, porque no quería que se acabara todavía. Y el libro me lo permitió porque no exige una lectura lineal ya que está compuesto de escenas, de momentos que casi se pueden leer como relatos independientes, aunque la lectura, como sucede con la ingesta de mercurio, tiene un efecto acumulativo, te va contaminando. De modo que los últimos de los veinticuatro episodios de que consta el libro los leí racionándolos porque no quería abandonar todavía ese relato de “una infancia en la Polonia rural de los años ochenta”, ese relato tan terrible como hermoso, tan divertido como poético.

Así me ganó este libro y me demostró una vez más lo necesario que es hacer caso de las recomendaciones para descubrir mundos literarios en los que tal vez nunca nos habríamos adentrado por nuestra cuenta. La mía es que emprendan el viaje a la fascinante Polonia rural de la infancia de Wioletta Greg. No se arrepentirán.