Sara Mesa nos recomienda

El Domingo de las madres                                    Cinco razones para leer a Graham Swift

La última novela de Graham SwiftEl Domingo de las Madres, en la que, por cierto, la figura de la madre está ausente, ausencia que, precisamente, ocasionará que la joven huérfana Jane Fairchild, al no tener a quién visitar, cuente con un montón de horas libres por delante que utilizará bien, muy bien. Para dejar más clara mi recomendación, daré cinco razones de peso. Allá vamos.

Primera. Graham Swift es un señor de sesenta y ocho años. Ahora que tan difícil nos parece salir de nuestro lugar en el mundo para ocupar otros puntos de vista y situaciones posibles -¡y es que es difícil!-, él se sitúa desde la mirada de una chica de veintidós años y crea un personaje femenino admirablemente verosímil. La narración se construye a partir de las percepciones y pensamientos de la chica, que son de una sutilidad y complejidad fuera de todo tópico. Cuánto hay por aprender, leyendo a Swift, y me refiero ahora -aunque no únicamente- a muchos escritores hombres, que despachan a sus personajes femeninos con cuatro pinceladas impregnadas en tópicos. Más allá de eso, Swift se adentra en el alma femenina hasta en lo referido al erotismo. De una chica de veintidós años. De una criada.

Segunda. Jane Fairchild no solamente es una chica muy joven, sino que también es huérfana desde que la abandonaron siendo un bebé, se crió en orfanatos y lleva trabajando en casas de familias pudientes desde los trece años. Así que Swift se sitúa también en el lado más humilde de la vida de los años veinte en Inglaterra: en el de aquellos que no tienen nada. Sin dramatismo -pues ella lo asume con naturalidad- y sin sordidez -en las casas donde trabaja la tratan bien-, pero con una precisión lúcida y perspicaz, el tema de la clase social -de las diferencias sociales- es crucial en la novela. No en vano -digámoslo ya-, en lo que ocupa sus horas libres Jane Fairchild es en visitar a su amante, el hijo de los vecinos, que casualmente se ha quedado solo en casa porque sus criadas -¡claro!- han ido a ver a sus respectivas madres. El problema es que Paul Sheringham, que así se llama el apuesto ‘purasangre’, va a casarse dentro de unos días con una chica bien, a pesar de haber sido amante en secreto de la joven Jane desde hace años. Muchos años. Un momento: ¿muchos años? Siete, se dice alguna vez. Hagan cuentas, resten. En una ocasión se desliza la palabra prohibida: “Huérfana criada, prostituta”. En otra, ella, que mira el armario de él rebosante de chaquetas, camisas y pañuelos, piensa que, en su caso, todas sus pertenencias cabrían en una sola caja: “Si un día tuviera que irse con precipitación -algo que siempre podía ocurrirle-, podría hacerlo perfectamente”.

Tercera. Graham Swift da una vuelta de tuerca a todo esto. ¿Un relato sobre la tristeza de la vida de una criada? ¿Una sucesión de abandonos hasta hacerse vieja y quedar excluida por siempre del interés de los hombres? No, nada de eso. Nuestra Jane es fuerte. Sabe muchas más cosas que una criada normal. En la casa donde trabaja hay una biblioteca -suele haberlas, en esas casas-, aunque lo que para los señores no es más que una muestra de su estatus social, para ella es un buen montón de libros que lee -tras pedir permiso- en sus ratos libres. El señor se sorprende de todo lo que ella lee, y más aún, de los libros que lee. Libros de aventuras, de viajes. Libros de hombres. “Ella poseía ya muchas palabras que normalmente no entraban en el vocabulario de las criadas. Incluso la palabra ‘vocabulario’ podría contarse entre ellas”. No es de extrañar, entonces, que contemple con relajación -palabra que tampoco suele figurar en el vocabulario de una criada- cómo su amante se viste tras estar con ella para ir a comer con su futura esposa. Jane tiene toda la vida por delante; él, no. Ya lo verán. Pero eso Jane aún no lo sabe. Como tampoco sabe que se convertirá en escritora -aunque cuando los periodistas le pregunten, siempre dirá que se hizo escritora al nacer-. La cultura como forma de desclasamiento, como vocación y como mirada: otro de los temas de la novela. Y la toma de conciencia. De cómo en un día, un solo día -el 30 de marzo de 1924- se deciden tantas cosas en una vida. De cómo las pérdidas se entrelazan con los logros. No en vano, la sombra de la guerra todavía acecha. Y golpea fuerte, incluso a las familias que tienen criadas.

Cuarta. Todo esto -toda esta complejidad, esta riqueza- se expone en no más de 150 páginas. Leer esta novela es una auténtica delicia. Impresiona. La sinuosidad de una prosa llena de matices y sugerencias, las elipsis, el modo en que se demora en escenas más contemplativas mientras se acelera en otras y salta… setenta años adelante. Cinematografía pura, la novela se construye con cruces de miradas -qué se ve y desde qué lado-, con picados, contrapicados, escorzos, espejos. Hay un plano secuencia maravilloso en el que nuestra Jane se pasea desnuda por la casa, sola, tomando posesión no sólo del espacio, sino de su identidad: “Nunca había estado en medio de tal profusión lujosa de espejos. Nunca había tenido la oportunidad de verse en toda su desnudez. Lo único que tenía en su cuarto de criada era un pequeño espejo cuadrado (…) ¡Ésta es Jane Fairchild! ¡Ésta soy yo!” 

Quinta. Hay listas que favorecen y otras que perjudican. A Graham Swift lo metieron en la selección que hizo la revista Granta en 1983 de los mejores novelistas británicos de su generación. Este dato lo persigue: es lo primero que se dice al hablar o escribir sobre él, mencionar la dichosa lista Granta, donde también aparecieron otros como Ishiguro, Martin Amis, Ian McEwan, Julian Barnes y Salman Rusdhie. Swift es el patito feo de la lista, el menos conocido y leído, a pesar de ser el autor de novelas tan reconocidas y premiadas como El país del agua y Últimos tragos (premio Booker). Pero hay que leerlo porque Swift es un cisne. Un cisne elegante, sabio, bello y sensible. Como sus libros

 Por Sara Mesa (1976), escritora, entre otras, de las siguientes obras